¿La Inquisición difamada?
Fragmento del libro Luces y sombras de la Edad Media, Jean Verdon. Páginas 43, 44 y 45.
Los inquisidores gozaban de una absoluta independencia. Sólo respondían
ante el papa, y cuando un conflicto los enfrentaba con el obispo, eran ellos
quienes tomaban la decisión final.
Disponían de un derecho de fiscalización universal. Los obispos y los
rectores, así como los funcionarios civiles, tenían la obligación de ayudarlos,
si ellos lo pedían. Su llegada a una ciudad suscitaba terror en la población.
Los herejes tenían algunos días para entregarse. Por temor a la hoguera,
muchos confesaban en forma espontánea. Entonces eran condenados a
penas bastante leves, e incluso se los reconciliaba inmediatamente. Pero
debían prometer que denunciarían a los demás herejes. En Principio, se
necesitaban dos testimonios para inculpar a un sospechoso. En la realidad,
uno solo era suficiente para iniciar un proceso. Los testigos eran
interrogados a solas. Los nombres de los delatores se mantenían en secreto
para evitar eventuales represalias.
Y junto a los delatores ocasionales, existían verdaderos profesionales. En
efecto, la Inquisición tenía una especie de policía secreta cuyo objetivo era
espiar y perseguir a los fugitivos. Algunos cátaros cuyas familias habían sido
expoliadas, se pusieron a su servicio para recuperar la fortuna familiar. Por
ejemplo, Arnaud Sicre se infiltró y consiguió que arrestaran al cátaro
Bélibaste, refugiado en San Mateo. Para eso, el inquisidor Jacques Fournier,
obispo de Pamiers, le había dado dinero y le había permitido actuar como los
herejes, con la condición de no adherir a su doctrina. Como recompensa,
Arnaud obtuvo la absolución y el restablecimiento de todos sus derechos. El
famoso inquisidor Bernard Gui (1261-1331) nos servirá de guía en la caza de
herejes. Gracias a su Práctica, podemos seguir el procedimiento inquisitorial.
Primer acto: la citación. En cuanto alguna sospecha o alguna denuncia ponía
a alguien en su mira, nuestro inquisidor lo citaba a comparecer ante él en
Toulouse. El cura, que era quien normalmente recibía la citación, iba a ver a
su feligrés para comunicárselo. El domingo siguiente, a veces durante tres
domingos seguidos, informaba sobre ello a los habitantes en el transcurso de
la misa mayor. Si la persona inculpada no comparecía ni se hacía
representar por un procurador, sufría una excomunión provisoria, que se
volvía definitiva después de una nueva citación sin respuesta. Sus vecinos
debían dejar de tener tratos con esa persona, y, bajo pena de sanciones,
tenían que señalar el lugar donde se escondía. La citación sólo se utilizaba
en el caso de personas que podían ser dejadas en libertad provisional. En
los otros casos, Bernard Gui solicitaba a los poderes civiles que arrestaran a
los acusados y los entregaran a su representante.
A veces, el poder secular se limitaba a ayudar a sus agentes. Todos los
gastos estaban a cargo del sospechoso, incluyendo la comida que le daban
mientras estaban en prisión.
A continuación, el inquisidor procedía al interrogatorio, con la ayuda de dos
religiosos, mientras un notario redactaba el acta de los testimonios. El
inquisidor gozaba de privilegios especiales que lo autorizaban a proceder sin
abogados ni figura de juicio. La culpa podía demostrarse de dos maneras:
por la confesión del sospechoso o por medio de testigos. Contrariamente al
derecho común, se aceptaban testimonios de criminales o excomulgados. Si
las declaraciones de los' testigos no concordaban, el juez se limitaba a
verificar que estuvieran de acuerdo en la "sustancia de la cosa o del hecho".
Sólo él tenía la facultad de decidir si podían recibirse los testimonios. Los
interrogatorios se llevaban a cabo según un modelo fijado de antemano, y
sólo se referían a los hechos. Se le preguntaba al acusado si había visto
herejes, si había hablado con ellos, si había escuchado sus prédicas. Como
tenía que proporcionar los nombres de todos aquellos con quienes se había
encontrado en alguna ceremonia cátara, una sola declaración
podía producir muchas detenciones.
Los herejes se encontraban solos frente al juez, sin defensores. Los concilios
de Valencia, en 1248, y de Albi, en 1254, prohibieron su presencia, porque;
según se dijo, no harían más que demorar el desarrollo del proceso.
El dominico Nicolau Eymerich (132o-1399), en su Manual de los
inquisidores, sostenía que la astucia era la mejor arma, y describía "los diez
trucos para desbaratar los de los herejes". Veamos, a manera de ejemplo, el
noveno truco: "Si el hereje se obstina en negar, el inquisidor hará que le
traigan a uno de sus antiguos cómplices que se haya convertido, y que se
supone será aceptado por el acusado. El inquisidor se arreglará para que
puedan hablar entre ellos. El converso podrá asegurar que sigue siendo un
hereje y que sólo abjuró por temor, y que por temor, le contó todo al
inquisidor. Cuando el acusado entre en confianza, el converso se
ingeniará para prolongar la conversación hasta que caiga la noche. Entonces
dirá que es demasiado tarde para irse, y le pedirá al acusado que le permita
pasar la noche en la prisión con él. Seguirán hablando durante la noche, y
seguramente cada uno de ellos contará lo que hizo.
Para esa noche se habrán apostado testigos, incluso al notario inquisitorial,
en un buen lugar – con la complicidad de las tinieblas– para escucharlos".
Se prefería la confesión del acusado a la prueba testimonial. Para
conseguirla, existían diversos medios de coacción. Bernard Gui
recomendaba a los prisioneros que se convirtieran y denunciaran a sus
correligionarios. Había, además, toda una graduación de penas: los ayunos,
las ligaduras en los pies, las cadenas en las manos lograban vencer muchas
resistencias. Y si el detenido no confesaba, estaba la tortura. Es cierto que la
mutilación y la amenaza de muerte estaban prohibidas. Pero se trataba
sobre todo de una cláusula de estilo para que no se molestara al inquisidor.
La tortura fue tan utilizada con los albigenses, que Clemente V decidió, a
principios del siglo 14, que los interrogatorios, la promulgación de las
sentencias y la vigilancia de los prisioneros estuvieran a cargo en forma
conjunta por los obispos y los inquisidores. Una disposición que a Bernard
Gui no le agradó en absoluto.
Por su parte, Nicolau Eymerich escribió:
No hay reglas precisas para determinar en qué casos se puede proceder a la
tortura. A falta de jurisprudencia precisa, he aquí siete reglas de referencia:
1. Se tortura al acusado que vacila en sus respuestas, que dice a veces
una cosa y a veces lo contrario, al tiempo que niega los puntos más
importantes de la acusación. En esos casos, se presume que el acusado
oculta la verdad, y que, hostigado por los interrogatorios, se contradice.
Si negara una vez, y luego confesara y se arrepintiera, no sería
considerado como "vacilante", sino como un hereje penitente, y sería
condenado.
2. El difamado que tenga aunque sea un solo testigo en su contra, será
torturado. En efecto, un rumor público más un testimonio constituyen en
conjunto una semiprueba, cosa que no sorprenderá a nadie, puesto que
un solo testimonio ya vale como indicio. ¿Puede decirse "un solo testigo,
ningún testigo"? Eso vale para la condena, pero no para la presunción.
Un solo testimonio de cargo es, pues, suficiente. Sin embargo, reconozco
que el testimonio de uno solo no tendría la misma fuerza en un juicio
civil.
3. El difamado contra el que se haya logrado establecer uno o varios
indicios graves debe ser torturado. Difamación más indicios son
suficientes. Para los sacerdotes, sólo la difamación basta (no obstante,
sólo se torturará a los sacerdotes infames). En ese caso, las condiciones
son bastante numerosas.
4. Será torturado aquel contra quien declare uno solo en materia de
herejía, y contra quien existan además indicios vehementes o violentos.
5. Aquel contra quien pesen varios indicios vehementes o violentos será
torturado, incluso si no se dispone de ningún testigo de cargo.
6. Se torturará con mayor razón al que sea semejante al anterior, y
tenga además en su contra la declaración de un testigo.
7. Aquél contra quien sólo haya difamación, o un solo testigo, o un solo
indicio, no será torturado: cada una de esas condiciones, por sí misma,
no es suficiente para justificar la tortura.
Una vez que la herejía era admitida (¿y cómo no lo sería en esas
condiciones?), sólo restaba pronunciar la sentencia.
Las penas dictadas por la Inquisición eran proporcionales a la falta. A los
simples creyentes cátaros se les imponía generalmente castigos arduos,
largos pero temporarios. Debían llevar signos infamantes: dos cruces
amarillas cosidas sobre la ropa, una en el pecho y otra en la espalda. A
menudo se les imponían peregrinaciones. Por último, podían ser
encarcelados durante varios años, pero su régimen no era tan duro como el
de los que eran encerrados para toda la vida. El hereje era excomulgado,
excluido de la comunidad. Y a las penas religiosas, se agregaban las penas
civiles. A los cátaros les expropiaban las tierras y les destruían las casas. De
manera que una aldea, como fue el caso de Montaillou, podía ser arrasada
en parte si albergaba a muchos condenados. La mayoría de los cátaros
"perfectos" no confesaban, no abjuraban. Eran condenados por la
Inquisición, y entregados a la justicia secular, que se encargaba de
castigarlos y quemarlos.
Un testigo ocular describió la ejecución de Juan Huss en Constata, en 1415.
El desdichado, de pie sobre un haz de leña, estaba fuertemente atado a un
gran poste con cuerdas que le apretaban los tobillos, debajo de las rodillas,
en la ingle, en la cintura y en los brazos. Le habían puesto una cadena
alrededor del cuello. Como miraba hada el este, y por lo tanto, hacia los
lugares santos, lo dieron vuelta hacia el oeste. Apilaron leña y paja hasta su
mentón. Frente a su obstinada negativa a retractarse, los verdugos
encendieron el fuego. Luego, el cuerpo carbonizado fue completamente
destruido, quebraron sus huesos y arrojaron los pedazos a otra
hoguera.
La Inquisición fue más terrible en España, a fines del siglo 15. El miedo a la
tortura provocaba rápidas confesiones de culpa, y los inquisidores
condenaban fácilmente a la hoguera después de un breve interrogatorio. En
1499, en Córdoba, el inquisidor Lucero hizo quemar a 300 personas en
pocas semanas. Según Béatrice Lerpy, en España hubo, de 1478 a 1490,
2000 quemados y 15.000 reconciliados.
Hay que agregar que los tribunales de la Inquisición estaban muy
interesados en los bienes, y que gracias a las multas, confiscaciones y otras
sanciones del mismo tipo, participaron en una política de acaparamiento de
las riquezas de Languedoc, en beneficio del rey, y luego de los obispos y de
los señores laicos provenientes del norte.
El inquisidor castigaba, pero también podía indultar, siempre que esa medida
fuera útil para la fe, y que no actuara movido por algún sentido de lucro o
contra la justicia o su conciencia.
Según la Práctica de Bernard Gui, los jueces de Toulousain y de Carcasses
usaron ampliamente ese derecho. Prometían salvar la vida y eximir de la
prisión, del exilio o de la confiscación de bienes a los que confesaran
voluntariamente sus faltas y las de otros, en un plazo que se indicaba en el
sermón general, que era casi siempre de un mes. Esas medidas permitían
detener a los herejes, que de otro modo habrían podido escapar. Sin
embargo, las confesiones espontáneas no aseguraban una remisión
completa. (….)
No hay comentarios:
Publicar un comentario